Editorial

La lucha por los derechos humanos en Colombia entre 2019 y 2021

 

 

Carlos Andrés Pérez-Garzón*

 

 

Este volumen presenta al lector una serie de reflexiones que, en su conjunto, propenden por una interpretación más garantista de los derechos humanos en Colombia. Así, por ejemplo, el artículo de Nilsa Fajardo y Anggie Arce constituye una interesante reflexión en torno a cómo la pervivencia de los estereotipos de género contra la mujer en la interpretación judicial impide que los jueces penales en Colombia garanticen eficazmente los derechos de las mujeres, en particular, en casos de violencia sexual. Por su parte, las autoras Paula Correal y Nohemí Bello ofrecen un análisis donde reclaman para los ciudadanos un mayor espacio de participación en los proyectos de infraestructura que afectan sus derechos y el de sus comunidades. Brayan Chaux introduce al lector en los problemas que enfrenta la realización del derecho al trabajo en los trabajadores jornaleros, poniendo como estudio de caso a los recolectores de café, el grano símbolo de la laboriosidad colombiana y que, paradójicamente, no genera suficientes réditos a quien lo cultiva y cosecha directamente. Finalmente, Juan Rosero describe la actuación del Estado colombiano en el periodo 2014-2018 frente a la responsabilidad internacional por violación a los derechos humanos, evidenciando un mayor compromiso por parte del gobierno de turno en cumplir las obligaciones estatales derivadas de condenas. Sin embargo, una forma de entender la preocupación de los autores por estos temas, y que quizá constituye en el fondo el común denominador que motivó inicialmente su escritura, es el contexto colombiano de lucha por los derechos humanos en el periodo de efervescencia ciudadana comprendido entre 2019 y 2021.

 

Los ejes principales de los artículos que este volumen ofrece son esencialmente aquellos por los que miles de colombianos salieron a marchar en este periodo. Así, tenemos la exigencia de una mayor participación ciudadana en las decisiones que toma el Estado, del derecho a un trabajo digno que permita una mejor calidad de vida, del respeto a la mujer y la condena de todo abuso en su contra (más aun cuando este es cometido por autoridades) y del cumplimiento de las garantías internacionales a nivel local por parte del gobierno nacional. Esto demuestra no solo la pertinencia de los estudios que a continuación el lector encontrará, sino que también permite evidenciar la existencia de unas áreas de investigación en las que todavía hay mucho por cuestionar y cuyas soluciones no están a la vuelta de la esquina. Diseccionemos cada uno de estos grandes temas para trazar algunas líneas temáticas que permitirán contextualizar mejor al lector antes de abordar el volumen y que, incluso, podrían ser de interés investigativo de futuros trabajos presentados a Justicia y Derecho.  

 

La exigencia de mayor participación ciudadana en las decisiones del Estado es la premisa básica que define el malestar social en Colombia entre 2019 y 2021. Aunque pueda parecer una reacción directa ante el gobierno de turno y su ideología de derecha, me atrevo a decir que los motivos quizá son más profundos. La Constitución de 1991 significó por primera vez en Colombia que la ciudadanía, y no tan solo unas élites, podía participar en la configuración del Estado. Empero, a pesar de que hubo una participación más o menos amplia en este proceso constituyente, varios sectores importantes de la población quedaron excluidos o subrepresentados y, con ello, también quedaron por fuera temáticas importantes. De hecho, grupos armados ilegales como las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – FARC, el Ejército de Liberación Nacional – ELN, los paramilitares (si bien es difícil clasificarlos como un grupo armado político y diferenciado para la época), y los narcotraficantes (a pesar de que durante la época se discutió sobre la participación indirecta de estos a fin de conseguir la prohibición de la extradición de nacionales), no concurrieron en lo que podría haber sido un pacto de unificación y pacificación nacional. Pero también no hubo una presencia amplia de mujeres ni de comunidades como los afrodescendientes. Y esto es importante porque, en parte, parece explicar la continuidad de un sentido de malestar con el régimen jurídico-político actual por parte de un sector de la población que no se siente representado ni comprometido a un proyecto nacional. Quizá, por ejemplo, el hecho de no contar con una perspectiva y métodos diferentes para abordar institucionalmente el problema del narcotráfico y de las drogas ilegales en general ha impedido incluir a aquellos ciudadanos que cultivan la coca, la transforman en cocaína y la comercializan, en procesos de sustitución de la coca por otros cultivos, pero también puede haber sido una talanquera para que los gobiernos de turno reformulen el tratamiento criminal que se le aplica a este negocio, criterio bajo el cual miles de personas han sido asesinadas por pertenecer voluntaria o involuntariamente a la cadena de producción. O también la participación de las FARC hubiera significado un acercamiento más pronto entre este grupo rebelde y el Estado, lo que podría haber acortado la guerra y todos los debates en torno a su desmovilización que parecen haber dividido aún más a la sociedad colombiana en el último lustro. Pero ese no fue el único motivo de la explosión social de este periodo.

 

La lucha por el derecho al trabajo y, sobre todo, a una vida digna con empleo decente y una remuneración que alcance precisamente para materializar ese derecho fundamental, fue otro de los móviles de la protesta. Esta reivindicación tampoco es nueva. A pesar de que, como bien lo resume el autor Brayan Chaux, Colombia tiene un cuerpo de leyes robusto que, en principio, garantiza el trabajo digno, la práctica regulada más por el mercado que por las leyes del Estado dista mucho del deber ser normativo. Por supuesto, este fenómeno no es ni mucho menos una particularidad colombiana, pues la concepción del trabajo como mercancía y no como derecho está en el germen del sistema capitalista a nivel internacional, por más que los Estados de bienestar con sus proclamas sociales hayan intentado hallar un punto medio entre la economía de mercado y algunas reivindicaciones socialistas. Esta tensión siempre ha estado latente cuando hablamos sobre derecho al trabajo. Sin embargo, ello no es óbice para denunciar aquellas irregularidades que diariamente se cometen en aquel campo, máxime cuando la pandemia por COVID-19 trajo como consecuencia la pérdida de millones de empleos alrededor del mundo y la pauperización de las condiciones laborales de muchos, ante la mirada expectante de otros que, por el contrario, han visto aumentar su riqueza. Así pues, bienvenidos sean aquellos estudios que ofrezcan nuevas alternativas a la disyuntiva planteada por la economía de libre mercado y la aspiración de un derecho al trabajo digno en la post-pandemia, sobre todo teniendo en cuenta el contexto actual en el que, a pesar de existir cada vez más una mayor riqueza, las condiciones laborales no parecen mejorar proporcionalmente. De hecho, esta desigualdad también puede evidenciarse en otro plano, el del género.

 

Durante las protestas del año 2021, los colombianos pudimos asistir a una demostración descarnada de la desigualdad en el trato concretamente hacia la mujer. Por un lado, presenciamos gravísimos hechos de violencia contra mujeres por parte tanto de agentes estatales como de manifestantes, pero también observamos la pervivencia de estereotipos machistas que impiden que la parte femenina de la sociedad exprese su inconformismo. Si bien hasta hace a penas un siglo la reivindicación principal de la mujer parecía ser su derecho al voto, una visión tan restringida de la participación de la mujer en la vida comunitaria no tiene cabida hoy día. Los argumentos a favor de esta hipótesis son varios. La mujer compone más o menos la mitad de los individuos de la especie humana y, sin embargo, la otra mitad le ha impuesto tradicionalmente su rol en la sociedad, su comportamiento ideal, incluso su forma de pensar y concebirse a sí misma. Adicionalmente, la categorización de hombre y mujer enfrenta actualmente una deconstrucción desde distintos flancos, lo que hace que la diferenciación jerarquizada impuesta desde antaño por el hombre valiéndose de estos mismos términos no sea tan convincente y firme. Por eso, son bienvenidas aquellas iniciativas que, desde la academia, cuestionen el estatus quo de la mujer en la sociedad y hagan un llamado a reconocer un hecho evidente, pero poco comprendido: que la violencia contra la mujer y la pervivencia de estereotipos que, en el fondo, refuerzan una supuesta superioridad del hombre, no son más que síntomas de una sociedad en la que sus partes no son reconocidas ni están integradas plenamente, que se priva de disfrutar de diversas perspectivas enriquecedoras para su construcción y que prácticamente condena a sus integrantes a ocupar el rol de víctimas o perpetradores según su condición al nacer, sus posibilidades económicas, o su entorno familiar o nacional. Por supuesto, todas las personas tenemos un papel fundamental en adquirir conciencia de lo anterior y garantizar desde abajo que cualquier forma de violencia y estereotipación hacia la mujer sea eliminada del subconsciente colectivo. Sin embargo, las instituciones del Estado también tienen un rol decisivo en la desincentivación de dichos fenómenos y, cuando el Estado no opera de esta manera, ello puede derivar incluso en la declaración de una responsabilidad del Estado por instancias internacionales en virtud de la falta de protección de los derechos humanos.

 

Frente a la responsabilidad internacional del Estado por violaciones a los derechos humanos bajo su amparo, hay que decir críticamente que el Estado colombiano parece no avergonzarse de las múltiples condenas que ha recibido por parte de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Esto porque, a pesar de que normalmente cumpla con los fallos que le obligan a reparar a las víctimas directas de sus condenas, la institucionalidad y sobre todo las personas que aspiran u ocupan las más altas dignidades no trabajan armónicamente ni son constantes en sus esfuerzos por garantizar la no repetición de los hechos, a través de reformas estructurales que eliminen las causas que, en principio, provocan las condenas. Los manifestantes del año 2021 comprobaron con sus propios cuerpos cómo muchos de los abusos por los que ya el Estado ha sido previamente condenado (en su mayoría, afectaciones a los derechos a la vida e integridad personal como la tortura) continúan replicándose, lo que nos lleva a pensar que la veintena de condenas internacionales a Colombia por parte del sistema interamericano de derechos humanos ha sido representativa, pero parece que no se ha proyectado más allá de la esfera casuística que intrínsecamente enfrenta a solo dos partes. Y creo que esta es una cuestión álgida que tradicionalmente no se aborda cuando se estudia la responsabilidad internacional del Estado, es decir, cómo transformar cada condena en acciones concretas que promuevan un cambio social que prevenga otras violaciones de derechos humanos. Este potencial transformador de la condena debería ser aprovechado por los juristas para fomentar un discurso del mismo calibre que coadyuve a crear un clima en el que las instituciones y autoridades estén más comprometidas con el respeto de los derechos humanos. Ojalá, Justicia y Derecho reciba en el futuro nuevos aportes comprometidos con esta misión.

 

Luego de esta breve presentación que, espero, haya sido estimulante como abrebocas del presente volumen, tan solo me resta felicitar a todas las personas que contribuyeron a darle vida al volumen y desearle al lector un buen provecho en su lectura. Como editor director de Justicia y Derecho, reconozco el valioso esfuerzo de cada una de las personas que hizo parte del equipo editorial de esta edición, también de aquellos que revisan voluntariamente los artículos como pares académicos y, especialmente, de quienes escriben estos aportes intelectuales pues nuestros autores son quizá el principal insumo con el que cuenta la revista. Confío en que el lector encuentre no solo útil sino gustosa la consulta del material que hoy publicamos, esperando que además le resulte estimulante y pueda contribuir en una próxima oportunidad a la revista.


* Fundador y editor director de la revista Justicia y Derecho.